El consenso es antidemocrático

Por Roberto Follari * (Publicado en Página/12 el lunes 21/06/10).

Cuando dibujaban a Isidoro Cañones (espejo en que pueden mirarse no pocos argentinos) lo hacían con un diablito y un angelito que, dentro de él, competían. Había un Isidoro bueno y uno malo, y a la hora de decidir, luchaban entre sí. Una manera clara de decir lo que han afirmado grandes teóricos, como el francés Lacan, cuando decían que el sujeto (es decir, cada persona) está dividido. Entre el deseo prohibido y la asunción de la prohibición, entre el impulso y la ley, entre la voluntad y la apatía.
En una pareja las desavenencias existen siempre, y sería casi una anormalidad que no se dieran. Cuesta ponerse de acuerdo, aun para pequeñas cosas como qué comer o qué ropa usar. Es obvio que la pareja es una institución nada simple, y que concordar entre sus dos componentes está lejos de ser esperable y natural.
Ahora bien, si uno no se pone de acuerdo ni consigo mismo, ni con su personal pareja, ¿cómo podría haber consenso entre 40 millones de personas, como somos los argentinos? ¿Qué verdad podría haber en esa noción idílica del acuerdo entre todos, que algunos creen que sería una bendición política nacional?
El consenso se ha vuelto palabra de moda, por cierto vacua. Está ligado a las imaginerías inconscientes más elementales: aquellas que dicen que lo junto es mejor que lo separado, que lo acordado mejor que lo discordado. Propio de cualquier discurso infantil sobre qué es lo bueno y qué es lo malo.
Pero la política juega el destino de los pueblos, no es un juego de niños. Allí no caben imaginerías bobas como las del Gran Acuerdo Universal, ni la de los consensos ideales entre los que piensan diferente. Tales infantilismos se pagan muy caros, generalmente con la Voz del Amo presentada como la de todos a la vez.
El consenso es la muerte de la política. La política, antes de la globalización (digamos, en la Argentina de los años ’50 o ’60) implicaba posiciones diferentes, programas distintos, ideologías diversas. Eso es lo genuino en política: ofrecer opciones diferenciadas, y ejercerlas como tales. No como en la época del menemismo, en que todos recitaban el libreto neoliberal, y daba igual votar al radical Angeloz que al candidato supuestamente peronista. No había política, pues se había renunciado a ésta: se jugaba al consenso, que consistía en que había que administrar y gestionar la privatización generalizada. En eso, todos estaban de acuerdo.
Desde 2003 hubo otra realidad en Argentina, y la política fue recuperada, tras haber sido rechazada totalmente en la debacle de 2001. Es porque reapareció la política que hay hoy antagonismos en el país, algunos razonables y otros artificiosos. Pero, por el bien del país, hay ahora discusión. Hay política, pues hay proyectos diferentes y no se recita desde el Gobierno el libreto neoliberal hegemónico a nivel planetario.
En cambio, la idea de consenso es intrínsecamente antidemocrática. Como es obvio que entre 40 millones no nos ponemos de acuerdo, hacen acuerdo por nosotros unos pocos allá arriba. De modo que se alejan de los mandatos populares, y de la variabilidad y heterogeneidad reales que hay en la sociedad. El consenso ahoga la pluralidad negando las diferencias, e impide la representación efectiva de las diversas voces y opciones que existen de hecho en la ciudadanía.
No hagamos, entonces, de la debilidad virtud, y no presentemos la falta de opciones y los acuerdos monocolores como si fueran un gran logro democrático. Por el contrario, el valor de la democracia reside en albergar el abanico de opiniones que hay en la sociedad, evitando los discursos homogeneizantes que son tan habituales en las dictaduras.

* Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo.

Visión de los vencidos*

Por Roberto Follari

“Si la his­to­ria la es­cri­ben los que ven­cen, eso quie­re de­cir que hay otra his­to­ria”. Enor­me ver­dad en una le­tra de rock. Tras la ce­le­bra­ción ju­bi­lo­sa del Bi­cen­te­na­rio, ca­be la re­fle­xión so­bre qué es eso que lla­man cien­cia his­tó­ri­ca.

Una cien­cia don­de se cum­ple con aque­lla otra le­tra tam­bién mu­si­ca­li­za­da: “Hoy los dia­rios no ha­bla­ban de ti”. Esa his­to­ria que no ha­bla de tan­tos, que se ol­vi­da de mu­chos. Que no re­fie­re a los más do­lo­ri­dos del mun­do, los des­ha­rra­pa­dos, los so­li­ta­rios, los gol­pea­dos, los de aba­jo.Son aque­llos que no tie­nen le­tra, cu­ya vi­da per­so­nal no se ador­na de la es­cri­tu­ra. Aque­llos de los que na­die ha­rá re­la­to: pros­ti­tu­tas del frío en el ca­rril Cer­van­tes, bo­rra­chos de al­gún cu­chi­tril de ba­rrio, sol­te­ro­nas de aque­llas que ya no vie­nen, an­cia­nos sin fa­mi­lia, cam­pe­si­nos en me­dio de la na­da, ig­no­ra­dos de to­das las la­ti­tu­des.Los sol­da­dos anó­ni­mos del ejér­ci­to san­mar­ti­nia­no no sa­len en la fo­to. Los su­frien­tes que fue­ron se­cues­tra­dos du­ran­te la dic­ta­du­ra mi­li­tar es­tán só­lo en fa­mi­lia­res o pe­que­ñas me­mo­rias. Los gau­chos que cua­tre­rea­ban pa­ra sos­te­ner­se an­te la lle­ga­da grin­ga mu­rie­ron en si­len­cio co­mo Juan Mo­rei­ra. Hay do­lo­res que no que­dan en el bron­ce, hay si­len­cios que na­die ha es­cu­cha­do, hay sin­sen­ti­dos que se per­die­ron sin que na­die los lle­na­ra.Son los per­so­na­jes de los fil­mes de Fe­lli­ni, des­gra­cia­dos y bus­ca­do­res de al­gún pin­to­res­quis­mo que los sal­ve. Son los de las no­ve­las de Jo­sé Do­no­so, los de “El lu­gar sin lí­mi­tes”, bo­rro­sos co­mo vie­ja fo­to fa­mi­liar, des­gas­ta­dos co­mo nai­pe de tim­ba. Los de los fil­mes de Leo­nar­do Fa­vio: esas gen­tes sin tiem­po y sin des­ti­no, lu­chan­do con­tra el en­cie­rro o la sor­di­dez. Los de las na­rra­cio­nes de Onet­ti, in­fe­li­ces, per­di­dos, so­nam­bú­li­cos. Los del cir­co de Harol­do Con­ti, los del gri­to des­ga­rra­do de Sa­muel Bec­kett.Pe­ro so­bre to­do son los que no ca­ben en es­cri­to al­gu­no, esas víc­ti­mas de la es­pe­ra, co­mo un gran men­do­ci­no su­po lla­mar­los. Esos chi­cos sin pa­dres, esas ma­dres so­las, to­dos los que ca­mi­nan por la his­to­ria sin que la his­to­ria quie­ra en­te­rar­se de sus des­ve­los.Ellos tam­bién sue­ñan, y en sus sue­ños qui­zá que­pa la for­tu­na, el es­ca­pe o la ri­sa. Uno pue­de ima­gi­nar en esos sue­ños la olea­da del mar o la pu­re­za del ai­re, y so­bre to­do la po­si­bi­li­dad de vo­lar. Vo­lar al­gu­na vez, ser li­bres de la pe­sa­di­lla que sig­ni­fi­ca la vi­da cuan­do la en­mar­có la po­bre­za, la so­le­dad, la des­gra­cia.Eso quie­re de­cir que hay otra his­to­ria. Otra, po­bla­da de ver­da­des pe­que­ñas, de he­roís­mos mí­ni­mos. De amo­res im­po­si­bles y so­li­da­ri­da­des de­ses­pe­ra­das, de ges­tos in­con­clu­sos y vo­lun­ta­des que­bra­das, de es­pe­ran­zas tie­sas, de aque­llas que re­sis­ten to­da la evi­den­cia del fra­ca­so múl­ti­ple.Allí es­tán ellos. Los ne­gros que fue­ron es­cla­vos y los in­dios que fue­ron mar­ti­ri­za­dos. Los mi­ne­ros sa­cri­fi­ca­dos, los obre­ros can­sa­dos, los cam­pe­si­nos anó­ni­mos. Los en­som­bre­ci­dos por la ca­ren­cia y el ago­bio.Allí es­tán, fue­ra de to­da es­cri­tu­ra y tam­bién de es­ta, más allá de to­do sen­ti­do o to­da con­cien­cia que los pien­se, en­hies­tos, cons­tan­tes, co­mo aque­llo de que la his­to­ria no ha­bla, aque­llo que es con­ver­ti­do en irri­so­rio. Alu­di­dos en al­gu­na le­tra de tan­go o la mi­ra­da de al­gún ar­tis­ta, re­lum­bran con­tra los lí­mi­tes de lo que los de­más so­mos, los que es­cri­bi­mos, lee­mos, nos es­co­la­ri­za­mos. Chi­cos de la ca­lle, lin­ye­ras de­vas­ta­dos, to­dos los su­fri­dos y ol­vi­da­dos del mun­do, se­gui­rán allí fue­ra su cau­ce do­li­do e in­son­da­ble. Al­gún sue­ño de vue­lo, de vue­lo in­men­so y per­sis­ten­te, de ine­fa­ble vue­lo que no ce­sa, se­rá qui­zá el úni­co asi­mien­to que los una con ese mun­do nues­tro que se les ha ne­ga­do.

*Nota publicada por Roberto Follari en el Diario Jornada (Mendoza)